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Atentado del 25 de septiembre de 1828

Después de haberse disuelto la Convención de Ocaña, reunida en esta ciudad colombiana, entre el 9 de abril y el 11 de junio de 1828, el pueblo y las autoridades de Bogotá desconocieron las medidas tomadas en aquella asamblea y designaron a Simón Bolívar Supremo Dictador de Colombia. A Bogotá la siguieron otras ciudades en el respaldo popular a Bolívar y este ya plebiscitariamente investido con el poder especial, se declaró el 27 de agosto del mismo año en ejercicio de la dictadura. Ese mismo día fue dado a conocer el Decreto Orgánico que serviría de estatuto constitucional hasta 1830; por él se reglamentaba el poder dictatorial, se reorganizaba el Consejo de Estado y se suprimía la vicepresidencia de la República, que había desempeñado hasta entonces Francisco de Paula Santander. A pesar de la suprema autoridad de que estaba investido, Bolívar obraba apegado a las normas legales y con el pensamiento fijo en servir a la República de la mejor manera; a la vez era muy claro al afirmar que no retendría el mando sino hasta el día en que el pueblo le mandara devolverlo y ofrecía convocar para dentro de un año la representación nacional. En la proclama que expidió el mismo día del Decreto Orgánico, él se pregunta: «¿Bajo la dictadura, quién puede hablar de libertad? Compadezcámonos mutuamente del pueblo que obedece y del hombre que manda solo». Esas frases revelan la mente democrática del grande hombre. Empero, los del partido opositor, que agrupados alrededor de Santander habían sido mayoría en la Convención de Ocaña, y se autodenominaban liberales, veían en el Libertador un tirano, sostenido por el grupo al que apellidaban «servil», «conservador». Algunos de los más exaltados santanderistas apelaron a la conspiración. El calificativo de «santanderistas» venía de que el más importante de los dirigentes de la oposición era el general Francisco de Paula Santander, gran colaborador de Bolívar, quien después se había convertido en su adversario más acérrimo. Los conspiradores discuten entre eliminar físicamente a Bolívar o apresarlo, y después de un juicio nacional enviarlo al exilio. Entre los del segundo pensamiento estaba el capitán Emigdio Briceño. En cambio, otro venezolano, el comandante Pedro Carujo, optaba por la muerte. Hacia la medianoche del 25 de septiembre estalló el golpe. Al parecer este se adelantó porque aquella misma tarde uno de los conspiradores menos comprometidos fue arrestado y las autoridades militares del departamento de Cundinamarca, cuya capital era Bogotá, iniciaron averiguaciones. El coronel Ramón Guerra, jefe del Estado Mayor Departamental, que era uno de los conjurados, avisó a sus compañeros, a la vez que le hacía saber al Libertador que no había novedad. Entre los principales conspiradores, además del propio Guerra y de los ya mencionados oficiales Carujo y Briceño, figuraban Agustín Horment, Wenceslao Zulaibar, Florentino González, José Félix Merizalde, Luis Vargas Tejada, Juan Nepomuceno y Pedro Celestino Azuero, todos ellos civiles. Habían atraído también al capitán Rudecindo Silva y a otros oficiales y soldados de la brigada de artillería y contaban con unos pocos oficiales de los otros 2 cuerpos de la guarnición, el batallón de infantería Vargas y el escuadrón de Granaderos. El plan que tenían previsto y que pusieron en práctica aquella noche, consistía en dar un golpe de mano contra el Palacio de Gobierno donde se hallaba Bolívar y al mismo tiempo, atacar al cuartel del Vargas, destacando un grupo especial para poner en libertad al almirante José Prudencio Padilla, arrestado (a consecuencia de los anteriores sucesos de Cartagena) en una casa contigua al cuartel del Vargas. Los conjurados esperaban que, una vez libertado, Padilla se pondría a la cabeza del movimiento. Poco antes de la medianoche algunos de los conspiradores civiles penetraron en el cuartel de artillería, donde se les proporcionaron armas. Los artilleros rebelados salieron a la calle con sus cañones y en compañía de los conspiradores se dirigieron hacia el cuartel del batallón Vargas. Entre tanto, se había producido el asalto al palacio, dirigido por Agustín Horment y Pedro Carujo. Con el primero iban sobre todo civiles y algún militar; el segundo tenía bajo sus órdenes a varios artilleros. Conocedores del santo, seña y contraseña que les había dado el coronel Guerra, sometieron a los centinelas, matando e hiriendo a algunos de ellos. No hubo disparos, sólo se usaron armas blancas en aquel momento. Los asaltantes llevaban cueros en el pecho con varias pistolas y puñales. La noche era lluviosa, pero de vez en cuando la luna llena se asomaba entre las nubes e iluminaba la ciudad. Los perros del Libertador empezaron a ladrar. Bolívar y Manuela Sáenz, que estaba con él, se despertaron. En el palacio había, aquella noche, muy pocas personas; aparte de ellos 2 y de los centinelas, ya dominados estos, estaban el joven subteniente Andrés Ibarra, el médico inglés del Libertador, Thomas Moore, su secretario particular y sobrino Fernando Bolívar Tinoco y el mayordomo José Palacios; los 2 últimos, enfermos en cama. El edecán Guillermo Ferguson estaba en una casa cercana, pero no en el palacio mismo. Carujo apostó a sus hombres a la entrada y permaneció allí para evitar que desde fuera pudiesen socorrer al Libertador. Entre tanto, Horment, Zulaibar y algunos conjurados más subían las escaleras, forzaban a golpes las puertas y se dirigían a los aposentos de Bolívar, puñales y sables en mano. Uno de los artilleros había encendido un gran farol. Andrés Ibarra les salió al encuentro con su espada, pero recibió una herida que le mancó la mano derecha y lo desarmó. Dejándolo tendido en el corredor, siguieron adelante. Desde que se oyeron los ladridos y luego el ruido de las puertas forzadas, Bolívar, tomando su espada y su pistola, se dispuso a salir de su habitación para enfrentar la situación. Pero Manuela lo retuvo y lo convenció de que se vistiera, lo cual hizo rápidamente. Ella misma, años más tarde, relataría así lo ocurrido, recordando la actitud y las palabras de Bolívar: «Me dijo: ¡bravo! vaya pues, ya estoy vestido, ¿y ahora qué hacemos? ¿hacernos fuertes? Volvió a querer abrir la puerta y lo detuve. Entonces se me ocurrió lo que le había oído al mismo general un día. ¿Usted no dijo a Pepe París que esta ventana era muy buena para un lance de estos? Dices bien, me dijo, y fue a la ventana; yo impedí el que se botase porque pasaban gentes, pero lo verificó cuando no hubo gente y porque ya estaban forzando la puerta». Después de saltar por la ventana, que no era muy alta, Bolívar se encontró con su repostero, el maracaibero José María Antúnez, quien lo acompañó cuando él fue a refugiarse debajo de un puentecito del cercano río de San Francisco. Ninguno de los 2 estaba armado, pues al Libertador se le había caído la espada al saltar. En el palacio, los conjurados presionaban a Manuela Sáenz para que les dijera donde se hallaba Bolívar. Con mucha serenidad, les contestó que estaba en el salón del Consejo de Ministros y los condujo hacia allá. Cuando se dieron cuenta del engaño, alguno de ellos profirió una amenaza, pero Horment gritó: «¡No hay que matar mujeres!» La dejaron tranquila y, con la ayuda de Fernando Bolívar, condujo a Ibarra a la cama del Libertador, donde el doctor Moore lo curó. Entre tanto, el edecán Ferguson había llegado corriendo a las puertas del palacio, pistola en mano, pero cayó muerto de un balazo y un sablazo que le asestó Carujo. Creyendo tal vez que el muerto era el Libertador, Horment, Zulaibar y otros conspiradores civiles abandonaron el lugar gritando: «¡Ha muerto el tirano! ¡Viva la Constitución!» Mientras estos hechos sucedían, los artilleros que asaltaron el cuartel del batallón Vargas habían sido rechazados por este cuerpo, que permaneció leal. El grupo destinado a libertar a Padilla tuvo éxito, después de asesinar de un pistoletazo a su guardián, el coronel José Bolívar, que dormía a su lado. Padilla tomó la espada del muerto y salió con los artilleros, pero estos ya se sentían derrotados y huían en todas direcciones, perseguidos por los granaderos montados que habían salido a la calle para restablecer el orden. Muchos artilleros y conspiradores civiles fueron apresados, entre ellos Horment y Zulaibar, quienes mostraron una gran determinación en sus propósitos homicidas contra Bolívar. Un destacamento del Vargas se dirigió al palacio, donde fue rechazado al principio por Carujo y sus soldados; pero al darse cuenta estos de que el golpe había fracasado, abandonaron el lugar y Carujo se escondió. Antúnez salió a averiguar qué sucedía, y se encontró con fuerzas leales que vitoreaban al Libertador. Este se presentó en la plaza Mayor, donde el general Rafael Urdaneta, con otros altos oficiales y funcionarios, había dominado la situación y dirigía las operaciones. Bolívar fue aclamado. Manuela Sáenz, que también había ido a la plaza, tuvo la alegría de verlo sano, y salvo. Más tarde, de nuevo en el palacio, él la llamó «La libertadora del Libertador». A la una de la madrugada todavía había algunos focos de resistencia; a las 2, el golpe estaba totalmente dominado. Durante los días siguientes se llevaron a cabo investigaciones para conocer la extensión del movimiento y capturar a los implicados. Algunos de los más notables fueron juzgados sumariamente y ejecutados; entre ellos Guerra, Padilla, Horment, Zulaibar, Pedro Celestino Azuero y varios oficiales, suboficiales y soldados de artillería. Otros, como Florentino González, Juan Nepomuceno Azuero, Pedro Carujo, Emigdio Briceño, cayeron presos o se entregaron, pero se salvaron del cadalso. Muchos de los que habían tenido una participación secundaria fueron confinados a diversos lugares o indultados. El general Francisco de Paula Santander fue también sometido a juicio. No se le acusaba de participar activamente en la conspiración, sino de haber tenido conocimiento de ella y de no haberla impedido ni denunciado. Fue condenado a la pena de muerte, pero esta le fue conmutada por la de extrañamiento del territorio de la República, según dictamen del Consejo de Gobierno que el Libertador acogió. Colombia ha deplorado eternamente que en su suelo se haya atentado contra la vida del Padre de la Patria. En el antiguo palacio de San Carlos hay una lápida que reza: Siste parumper, spectator, gradum/Si vacas miraturus viam salutis/ Qua sese liberavit/ Pater salvatorque patria/ Simón Bolívar/ In nefanda nocte septembrina/ An MDCCCXXVIII. La redacción del texto latino corresponde al humanista colombiano Miguel de Tobar. Traducida al español: «Detente espectador, un momento, y mira la vía de salvación del Padre y Libertador de la Patria, Simón Bolívar, en la noche nefanda de septiembre. Año de 1828».  

Temas relacionados: Bolívar, Simón, gobiernos de; Gran Colombia.

Autor: Mario Briceño Perozo, Manuel Pérez Vila
Bibliografía directa:

Biblioteca Nacional. Bogotá. Documentos sobre el proceso de la conspiración del 25 de septiembre de 1828: originales del Fondo Pineda y del Archivo Histórico que reposan en la Biblioteca Nacional. Bogotá: Prensas de la Biblioteca Nacional, 1942; Bolívar Tinoco, Fernando. El 25 de septiembre de 1828 y los últimos días del Libertador. Caracas: Edición de Auto-Agro, 1956; Brice, Ángel Francisco. Santander sentenciado por Urdaneta. Caracas: Editorial Élite, 1948; Briceño Perozo, Mario. El Bolívar que llevamos por dentro. 2a ed. Caracas: Archivo General de la Nación, 1968; Documentos y piezas justificativas para servir a la historia de la conspiración del 25 de septiembre de 1828. Bogotá: Impreso por A. Roderick, 1829; Hoyos, Hernán. Infame y larga noche de septiembre. Caracas: s.n., 1983; Liévano Aguirre, Indalecio. Razones socioeconómicas de la conspiración de septiembre contra El Libertador. Caracas: Archivo General de la Nación, 1968; Liévano, Roberto. La conjuración septembrina y otros ensayos. Bogotá: Editorial Kelly, 1971; Rico, José Dolores. Conjuración del 25 de septiembre de 1828, Caracas: Editorial Sud-América, 1931.

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