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Bibliotecas

Siglos XVI-XVIII

Libros y bibliotecas en la época colonial: El libro llegó al territorio que actualmente conforma Venezuela, así como al resto de América colonizada por los españoles, en el equipaje del conquistador, el funcionario, el misionero, el letrado, el comerciante. Al comienzo solo unos pocos, pero con el tiempo se fueron incrementando, sin que llegaran a constituir propiamente bibliotecas. Algunos estudiosos de este tema así lo demuestran, en trabajos como los de Irving Albert Leonard, José Torre Revello, Agustín Millares Carlo, Ildefonso Leal, Manuel Pérez Vila, Julio Febres Cordero, entre otros. Más de un libro debió acompañar a aquellos primeros viajeros en su travesía hacia América, sobre todo los referentes a aventuras de caballerías, tan populares en la Península Ibérica en la primera mitad del siglo XVI. Sin embargo, no abundan los testimonios relativos a los libros traídos a Venezuela en los años iniciales de la conquista y poblamiento del territorio; con certeza se sabe que los primeros impresos llegados a tierras venezolanas fueron importados por los mercaderes vizcaínos Sancho Ortiz de Urrutia y su sobrino Juan de Urrutia en 1528 en Cubagua, según investigación del historiador Enrique Otte. Entre los libros se encontraban 4 ejemplares del Enchiridion de Erasmo, Lucio Apuleyo (3 ejemplares), Esopo (un ejemplar), Vita Cristi del Cartujano (4 ejemplares), Espejos de caballerías (2 ejemplares), novelas de Boccaccio (un ejemplar), Los morales de San Gregorio (2 ejemplares); luego en julio de 1529 llegaron a Nueva Cádiz 6 libros de lectura de molde, remitidos por los comerciantes sieneses de Sevilla, Juan Antonio Piccolomini y Scipión Pechi. Estas 2 referencias constituyen hasta ahora el inicio del comercio del libro en Venezuela, actividad que con el correr de los años adquiriría un notable incremento. El traslado de libros al Nuevo Mundo no podía hacerse libremente, pues a partir de 1531 empezaron a dictarse una serie de reales cédulas con instrucciones que prohibían el envío a las Indias de libros profanos, frívolos o inmorales; el objeto de tales prohibiciones era impedir que los indios leyesen obras de ficción, ya que su custodia y educación cristiana estaba en manos de la Corona. La prohibición recaía fundamentalmente sobre los «libros de caballerías» y novelas, pero de ninguna manera impedía el paso de libros religiosos: devocionarios, vidas de santos, etc. De estos reales decretos el más citado es el fechado en Ocaña el 4 de abril de 1531, pero su aplicación por parte de la Casa de Contratación de Sevilla, al parecer, no se hizo efectiva, pues nuevamente la Reina el 14 de julio de 1536, mostraba su preocupación al primer virrey de México, Antonio de Mendoza, dándole instrucciones para que «...no se llevasen a esas partes libros de Romance de materias profanas y fabulosas, porque los indios que supiesen leer no se diesen a ellos, dejando los libros de buena y sana doctrina, y leyéndolos no aprendiesen de ellos malas costumbres y vicios...». Las prohibiciones de traer a América obras consideradas de ficción literaria, contrarias a las regalías de la Corona, escritas por extranjeros referidas a los asuntos americanos, contrarias a la religión católica o no permitidas por la Inquisición, se hicieron más o menos frecuentes. En tal sentido se expidieron, además de las citadas, otras 2 cédulas fechadas en Valladolid el 13 de septiembre de 1543 y el 21 de septiembre de 1556, que mandaban recoger todos los libros escritos sobre las Indias; una más en Toledo del 14 de agosto de 1560; una en Valladolid del 5 de noviembre del mismo año y finalmente, las reales cédulas del 18 de enero de 1585 y del 11 de febrero de 1600, ordenando a las autoridades civiles y religiosas extremar el celo contra los libros «...que los herejes hubieran llevado o llevasen a aquellas partes...». Toda esta legislación no se acató debidamente, de tal modo que no impidió la lectura y difusión de libros prohibidos y hasta heréticos, que exponían a sus poseedores a severos castigos. Con el paso del tiempo cambia la orientación de las prohibiciones; hacia fines del siglo XVIII las autoridades ven peligrosos desde el punto de vista ideológico los escritos contrarios a las formas políticas imperantes en ese momento y a la religión católica; aun así tales libros logran burlar a sus censores y ser leídos en el nuevo continente. En Venezuela es solo a partir de 1600, nos dice Ildefonso Leal, cuando se hace notoria la presencia del libro en las ciudades que para aquella época tenían una vida más o menos organizada como Caracas, Coro, El Tocuyo, Mérida, Trujillo, Barquisimeto, Valencia, La Guaira, Boconó y otras poblaciones menores. Es probable que en ciudades como Cumaná, Maracaibo, Margarita y Guayana, el libro también estuviese presente en la formación espiritual e intelectual de sus habitantes, a pesar de no conseguirse documentación que nos dé esa información. El papel de la Iglesia en la vida civil e intelectual de la sociedad venezolana, y en general del Nuevo Mundo, fue determinante en la consolidación del poder de la monarquía sobre los territorios conquistados y, por supuesto, en la formación del gusto literario; el mayor porcentaje de libros que venía a América era de tema religioso, moral y teológico, representando este, especialmente en el siglo XVI, cerca del 80% de su total; el restante porcentaje estaba dedicado a obras profanas, es decir, derecho, medicina, botánica, historia, geografía, veterinaria, filosofía y tratados sobre arquitectura, gramática y obras de consulta como diccionarios, almanaques, etc. Las obras de ficción tales como la novela picaresca, pastoril, de aventuras caballerescas, el teatro y la poesía, aunque menos numerosas, mantuvieron tanta o más popularidad que los tratados religiosos, y eran leídas con interés no solo por los conquistadores y criollos, sino por los mismos clérigos. Los libros que con cierta frecuencia se remitían desde España en los navíos que venían al país, posibilitaron la formación de bibliotecas, entendidas estas como un conjunto de libros manuscritos o impresos formado por una cantidad de volúmenes, que bien pudieran ser 25, 100 o 500, colocados en estantes y organizados de manera conveniente para su consulta. Definidas de este modo, no hay duda de que las hubo en la Venezuela del siglo XVI y sobre todo del XVII. Si por el contrario, por biblioteca entendemos una institución cuyas funciones son la custodia y conservación de una colección de libros en un número apreciable y seleccionados, catalogados de acuerdo con un sistema establecido y puestos al servicio de los usuarios para su consulta, entonces solo las hubo a partir del siglo XIX. El transporte de libros en las naves que comerciaban con Venezuela y particularmente en los barcos de la Compañía Guipuzcoana, llamados por tal motivo «los navíos de la Ilustración», hicieron posible la formación de numerosas bibliotecas particulares, y el surgimiento del negocio de libros; testimonio de lo dicho puede apreciarse en la documentación testamentaria que recoge Ildefonso Leal, y en el folleto Memoria de los libros que se venden en la provincia de Caracas, publicado en Sevilla en 1683. Este tráfico de libros fue muy regular, sobre todo en el siglo XVII. Entre los muchos documentos existentes, se mencionan algunas importaciones de obras literarias, como una que aparece en el Archivo General de la Nación (sección Real Hacienda, tomo V), donde Francisco Castillo y Alonso Rodríguez Santos traen en la fragata San Salvador el 17 de diciembre de 1607, 120 «librillos» intitulados Sancho Alejos en 60 reales y 40 del intitulado Carlo Magno de Olivero en 40 reales; citaremos además el embarque de un cajón de libros en 1677 desde Sevilla para Caracas, dirigido a Juan Martínez de Tejada; el envío de 14 juegos de la Nueva recopilación de las Indias, 9 de ellas para Cumaná, y las islas de Margarita y Trinidad; desde Sevilla se enviaron en 1721 «.. .seis cajones de libros, rotulados Cavallero, que lleva de orden de José de Hora...»; el decomiso de 10 cajones de libros en 1736 que venían de La Habana para Caracas, destinados a Benito José de Muro; en 1774 la viuda de Irisarri y su hijo embarcaron 30 cajones de libros para Caracas. De las bibliotecas existentes en el país en los siglos XVII y XVIII predominaban las de tipo personal, pertenecientes a algunos ricos mantuanos, sensibilizados intelectualmente; estas colecciones, destinadas al uso familiar, se encontraban en sus casas de las ciudades, pero se daban casos en que eran trasladadas a las casas de hacienda, seguramente por el mayor tiempo que allí pasaban sus dueños; y la de los clérigos quienes las conservaban en su habitación o despacho. Entre estas bibliotecas mencionaremos la de un personaje de la sociedad caraqueña de la segunda mitad del siglo XVII, el proveedor Pedro Jaspe de Montenegro; en ella destacan los devocionarios, misales, breviarios, ramilletes, vida de santos, las Cartas de santa Teresa, obras de Juan de Palafox, los clásicos latinos Ovidio, Virgilio y Horacio y como curiosidad un Vocabulario y un Catecismo de la lengua cumanagota; otra de estas bibliotecas fue la del doctor Bartolomé de Escoto, deán de la catedral, inventariada y puesta a la venta pública el 4 de abril de 1656. Una de las más famosas bibliotecas de este período fue la del dominico fray Antonio González de Acuña, quien fue obispo de Venezuela y fundador del seminario de Santa Rosa de Lima en 1673; su biblioteca, de más de 2.000 volúmenes, la donó al seminario. Merecen también ser recordadas la biblioteca del historiador José de Oviedo y Baños, rica en libros de religión, derecho, filosofía, literatura e historia; la de los profesores de la Universidad de Caracas: Francisco de Hoces (1720), Ángel Barreda (1774), Blas Arráez de Mendoza (1763); la de Manuel Montesinos y Rico, comerciante guaireño, participante activo en el movimiento revolucionario de Manuel Gual y José María España en 1797; la del acaudalado comerciante caraqueño José de Vegas Bartodano, valorada en 705 pesos en 1797, y la de José María España, todas ellas estudiadas por Ildefonso Leal, y para finalizar, la que llevó a Mérida el segundo obispo Manuel Cándido de Torrijos en 1794, formada por 3.000 volúmenes de diversas materias en latín, inglés, francés y español. Parte de esta rica biblioteca se conserva en el seminario de Mérida. Desde luego que estas no fueron las únicas bibliotecas personales existentes en los días coloniales, pues con la bonanza económica alcanzada durante el siglo XVIII, llegaban al país libros que eran adquiridos por la clase más adinerada compuesta por clérigos, abogados, catedráticos universitarios, comerciantes, hacendados, militares y funcionarios públicos, para conformar sus pequeñas bibliotecas que aparecen en muchos de los testamentos que se conservan en los archivos y registros venezolanos. Durante la Colonia también funcionó la biblioteca de tipo institucional, cuyo uso estaba reservado a los miembros de la institución y en algunos casos se permitía el préstamo a otros usuarios. A esta categoría pertenecen las que se fundaron en los conventos, tanto en Caracas como en Mérida, Coro, Guanare, Guayana y en los seminarios y universidades de Caracas y Mérida. Fue también notable la del Cabildo Eclesiástico de Caracas, donada por el obispo Gonzalo de Angulo, tal como se dio cuenta en la sesión del día 3 de diciembre de 1632; allí se dijo que el obispo había cedido al Cabildo «...toda su librería y cuadros, que eran de calidad y cantidad...», y dispuso que se colocara todo en un lugar donde «...pudiese durar muchos años...»; parte de los libros donados se encontraban en Cartagena de Indias, por lo cual el Cabildo dio poder a Melchor Sánchez de Agreda para que enviara a Caracas «...de cuenta de la Iglesia...», los «...libros, plata y demás cosas...» que tenía en Cartagena el difunto obispo, muerto en Caracas el 17 de mayo de 1633. El funcionamiento de las bibliotecas de los conventos puede verse en un decreto del provincial de la orden franciscana, Diego de Hoces, expedido en Caracas el 1 de agosto de 1691, referido a las «librerías de los conventos» (librería es la denominación antigua de biblioteca); la ordenanza da algunas normas destinadas al enriquecimiento de dichas bibliotecas: se aplicarían 1.000 misas de los domingos de cada año que darían 1.200 pesos, que deberían sumarse a los 200 pesos anuales de limosnas «...acostumbrados para libros de las librerías de los conventos...», como ordenaba recoger la Constitución de Toledo de 1633, con pena de privación a los provinciales que la incumplieran; el total anual de 1.200 pesos sumaría al cabo de 6 años 7.200 pesos que llevaría el delegado al capítulo provincial, celebrado cada 6 años en alguna ciudad europea, para la compra de libros. El mencionado decreto mandaba además que se nombrara un bibliotecario, para atender el préstamo circulante 2 horas diarias y llevar control escrito de las obras prestadas. Estas provisiones dieron como resultado la formación de una biblioteca de más de 4.000 volúmenes en el convento de San Francisco de Caracas, la cual pasaría a la Universidad de esta ciudad por decreto de Antonio Guzmán Blanco del 11 de julio de 1874. También hubo una biblioteca grande y bien dotada en el colegio de los jesuitas en Mérida, fundado en 1628; a raíz de la expulsión de la orden en 1767 se hizo el inventario del fondo bibliográfico allí existente que sobrepasaba los 1.000 volúmenes organizados en «Santos Padres», «Teólogos», «Filósofos», «Moralistas», «Legalistas», «Expositores», «Históricos» y «Médicos». La biblioteca pasó a manos de los frailes dominicos y posteriormente a la universidad merideña. En el seminario de la misma ciudad andina funcionó una rica biblioteca que registró en el inventario levantado en abril de 1791, 488 libros empastados y más de 3.100 en pergamino. El convento de la Merced de Caracas tuvo una buena biblioteca, la cual atendía como bibliotecario, en la década de 1790, Cristóbal de Quesada, maestro de latinidad y gramática de Andrés Bello. En la provincia de Caracas se tuvo noticia de una biblioteca pública que se iba a abrir en España «en las inmediaciones del palacio Real» de Madrid para la cual una cédula del 23 de julio de 1712 pedía al gobernador de la provincia de Venezuela enviar «cosas singulares de las Indias», con especial interés en «...minerales, animales, plantas y frutas, acompañados de un papel que explique los nombres y características...», con la probable intención de crear un museo anexo a la biblioteca.

Siglo XIX

Época de la Independencia y la Gran Colombia: Durante esta época permanecieron las bibliotecas institucionales y personales antes descritas y trató de crearse un nuevo tipo de biblioteca que permitiera el libre acceso de los lectores. El cambio político experimentado en el país con la revolución del 19 de abril de 1810, trae nuevas ideas de instrucción pública y de formación de una conciencia republicana necesaria en la transición del antiguo régimen colonial al nuevo Estado. La situación le pareció propicia a Francisco Javier Ustáriz para dirigir una comunicación al Consulado de Caracas el 9 de julio de 1810, notificando los motivos que le impidieron traer de España unos libros que había adquirido allá, a pesar de tener autorización para ello. Ustáriz pide que se promueva «una pequeña biblioteca» con las obras que indica y se ofrece para recolectarlas. Sin lugar a dudas la intención que le impulsaba era la de crear una biblioteca pública. Este propósito se aprecia con mayor claridad en una hoja suelta impresa en 1810 o 1811 titulada Pensamiento sobre una biblioteca pública en Caracas, el proyecto, cuya autoría se debe al parecer a Juan Germán Roscio, buscaba captar suscriptores que costearan el funcionamiento del establecimiento y el pago del bibliotecario y del papel, tinta y pluma que se les ofrecería a los usuarios; el futuro de este intento de instalar una biblioteca pública en el país era auspicioso, pues el autor ofrecía 1.000 volúmenes de «obras selectas de ciencias y literatura». La Guerra de Independencia hizo que el proyecto se postergara desestimando la oposición de los afectos al régimen monárquico que se veían amenazados por cualquier iniciativa que cuestionara su poder político, tal como se ve en una circular dirigida el 5 de agosto de 1812 por el arzobispo Narciso Coll y Prat a los sacerdotes de su diócesis, solicitando informes sobre quienes poseyeran materiales prohibidos como «...estampas, figuras, libros o papeles [...] con especificación de sus nombres y apellidos, lugar de residencia, número de volúmenes, títulos de los libros y papeles...». En los días de la Segunda República, en 1814, el secretario de Hacienda Antonio Muñoz Tébar, recibió órdenes del Libertador de ocuparse de la formación de una biblioteca pública, para lo cual se contaba con los libros que se encontraban en poder del comisario de la Inquisición, Miguel de Castro y Marrón, la mayoría de ellos prohibidos en épocas anteriores, entre las que se encontraba EmilioLa nueva Eloísa, obras de Rousseau, El espíritu de las leyes de Montesquieu, Historia filosófica y política del abate Raynal. El encargo de recolectar los libros se le dio al doctor Carlos Arvelo, médico de los hospitales de Caracas. Esta iniciativa se debe muy probablemente a Bolívar, por tratarse de un proyecto acorde con sus ideas en materia de educación y cultura. La preocupación por las bibliotecas públicas aparece de nuevo en la ley del 18 de marzo de 1826, sobre organización y arreglo de la Instrucción Pública, sancionada en esta fecha por el Ejecutivo de Colombia; el capítulo 11, artículo 11, aparte 5° de la citada ley se refiere a la traducción e impresión de las obras clásicas y elementales que se estudian en las escuelas y universidades y a «... cuidar de la conservación y aumento de las bibliotecas públicas...»; en el capítulo VI, artículo 35, manda que «...en cada Universidad debe haber una biblioteca pública...»; y por último, en el capítulo VII, artículo 47, dice que «...en las escuelas de medicina habrá una biblioteca pública...» y además que «...el bibliotecario enseñará la historia y la bibliografía de las ciencias médicas...».

Del decreto de 1833 al proyecto del Liceo Venezolano y de la Biblioteca Zuliana: El enfrentamiento bélico entre los partidarios de la república y de la monarquía que llevó al país a una feroz guerra por cerca de 15 años, y la inestabilidad política reinante desde 1830 hasta 1863, no eran muy propicias para llevar a cabo la instalación de bibliotecas públicas; aun así al producirse la separación de Venezuela de la unión colombiana en 1830, comienza a tomar cuerpo la idea de crear una Biblioteca Nacional. Antonio Leocadio Guzmán, secretario del Interior, manifiesta en la Memoria de 1831 la necesidad de reunir en un solo sitio las bibliotecas de los conventos y los libros dispersos en las oficinas gubernamentales. Por decreto orgánico del 13 de junio de 1833, expedido por Andrés Narvarte, vicepresidente de Venezuela, encargado de la Presidencia, se crea la Biblioteca Nacional; sus fondos comprenderían todos los volúmenes de publicaciones oficiales que se encontraban en las oficinas de gobierno y tribunales; las colecciones de gacetas de gobierno, registro oficial y otros periódicos autorizados; la colección impresa de Documentos para la vida pública del Libertador y la Geografía de Feliciano Montenegro y Colón; los archivos antiguos; las bibliotecas de los conventos extinguidos, así como los libros existentes en la Universidad y los colegios. Como una manera de incrementar los fondos bibliográficos públicos, el Ejecutivo Nacional dicta una disposición que bien puede considerarse como el primer antecedente de la actual Ley de Depósito Legal, la misma se encuentra en la ley refrendada por el general José Antonio Páez el 19 de abril de 1839, Asegurando la Propiedad de las Producciones Literarias; la ley dice en su artículo 4, parágrafo único: «De toda obra privilegiada que se publique se pondrán dos ejemplares a disposición del secretario del Interior con destino a la Biblioteca Nacional...»; en las provincias las obras se le harían llegar a los gobernadores. El decreto de creación de la Biblioteca Nacional no llegó a ejecutarse, a pesar del intento que se hizo en los meses finales de 1833. Esta fue una de las razones que motivó a un grupo de intelectuales para constituir en Caracas en 1840 la sociedad literaria El Liceo Venezolano, con el propósito de crear una biblioteca; así se lo hizo saber Manuel Ancízar al doctor José María Vargas, director general de Instrucción, solicitando su apoyo para llevar adelante el proyecto. Vargas les respondió en carta de noviembre de 1840, señalándoles que la creación de una Biblioteca Nacional era atribución de esa Dirección y que ello solo sería posible con la aprobación de una ley que la estableciera; de igual modo les dice que está convencido «...que para establecer de un modo regular y estable una biblioteca pública...» se requiere de la protección de la Legislatura y de la intervención del gobierno y que no considera justo que la biblioteca deba formarse a partir de las existentes en el país. Aun así, los jóvenes del «Liceo» reunieron 2.000 libros y 1.930,25 pesos y obtuvieron autorización del gobierno el 4 de julio de 1843 para prestar servicio al público 2 horas diariamente; tiempo después adquirieron para la biblioteca «50 obras muy interesantes» por un valor de 627,37 pesos; el año siguiente la Sociedad se disolvió, cerró la biblioteca y los libros pasaron a manos del gobierno. Durante los 6 años siguientes el proyecto de biblioteca pública quedó en suspenso, al llegar 1849, Rómulo Guardia, ofreció al gobierno de José Tadeo Monagas reorganizar la antigua colección del «Liceo» y prestar servicio bibliotecario. Para esa época muchos intelectuales venezolanos se ocuparon de enriquecer sus bibliotecas particulares que llegaron a ser muy ricas, como puede verse en los siguientes casos: la donación de la colección de José María Vargas a la Biblioteca Nacional en 1853; la adquisición de los libros de Diego Bautista Urbaneja, formados por 4.000 volúmenes a un costo de Bs. 80.000 en 1883, y los de Fernando Arvelo a un costo de Bs. 48.000 en 1891. Fuera de Caracas también había interés por crear instituciones que sirvieran de incentivo al hábito de la lectura; es así como el gobernador del Zulia Venancio Pulgar, decretó el 15 de julio de 1873 la creación de la Biblioteca Zuliana, para lo cual destinó Bs. 15.000; la misma estaría formada por periódicos, manuscritos, instrumentos científicos y de arte y por obras traídas de Europa; funcionaría de 8 a 10 a.m. y de 1 a 3 p.m. y dispondría de un catálogo impreso con los títulos de las obras disponibles. Esta institución empezó a prestar servicios en diciembre de 1873, pero la inestabilidad política de entonces hizo que se cerrara al año siguiente y que sólo fuera en 1876 cuando reiniciara sus actividades reorganizada y puesta al día por la Sociedad Gimnasio del Progreso con la finalidad de servir de «...fuente de consulta [...] punto adonde vayan a buscar nociones aquellos que no han podido recibir instrucción en los colegios y casas de enseñanza». O.A.P.

Establecimiento de la Biblioteca Nacional: El 25 de enero de 1850 el presidente José Tadeo Monagas promulgó un decreto creando la Biblioteca Nacional el cual derogó el decreto de 1833. Este estatuto establecía que la Biblioteca Nacional funcionaría en la sede del extinguido convento de San Francisco. De la misma forma el texto señala que los fondos de la Biblioteca Nacional se formarían tomando los libros que habían pertenecido a los conventos extinguidos los cuales custodiaba la Universidad Central de Venezuela, los reunidos por el «Liceo», los cedidos por el gobierno, los que pertenecían a la Academia Militar que estaba en decadencia, los que estuvieron en la Secretaría de Estado y no fueron utilizados, los que tuviera la Universidad, los adquiridos por la Dirección de Instrucción, los existentes en la Sociedad Económica de Amigos del País y los recibidos por donación de particulares. Se imponía, además, a autores y editores la obligación de enviar a la Biblioteca las obras que se publicaran o reimprimieran en el país. Como consecuencia de este decreto pasó la biblioteca a depender de la Dirección de Instrucción Pública y del rector de la universidad. En 1851 el Congreso, por primera vez, otorgó un presupuesto para el pago de quienes prestaban servicios a la biblioteca. Fue en 18 años, el primer acto efectivo en favor de la institución cuya fundación se había decretado en 1833. Se nombró entonces bibliotecario a Pedro Guillén. En 1852, el Ejecutivo dictó otro decreto creando la Biblioteca Nacional (17.12.1852) y por vez primera, se incluyó en el presupuesto, además de una partida para el sueldo de los empleados de aquella, otra partida para la adquisición de libros. Pero nada cambió; nada se puso en práctica. En los años 1853, 1854 y 1855 la organización de la Biblioteca Nacional fue tema frecuente en la Memoria del Ministerio del Interior, del cual dependía. En 1854, el ministro Simón Planas informó en su Exposición al Congreso que no se había podido cumplir el decreto de 1852. En 1857, al crearse la Secretaría Especial de los Negocios de Relaciones Exteriores, Inmigración e Instrucción Pública, la Biblioteca Nacional pasó a depender de ese despacho (1857). Caído el gobierno de los Monagas, el régimen de Julián Castro dictó un decreto (12.8.1858) que derogó el de 1852. Se nombró entonces bibliotecario á Juan Vicente González, quien ejerció el cargo por varios años (1858-1862). Al triunfar la Revolución Federal (1863) fueron derogados los decretos de Julián Castro, volviendo a quedar en vigencia los de 1852. Fue nombrado entonces el doctor Montenegro Mendoza, a quien sustituyó poco después el doctor José de Jesús Lucena (7.7.1863). Ese año pasó la biblioteca a depender del recién creado Ministerio de Fomento y hasta 1881. El 30 de septiembre el secretario de Fomento, Guillermo Iribarren, nombró una comisión que debía presentar al gobierno sugerencias para el mejoramiento de la biblioteca. En 1869 el gobierno de José Ruperto Monagas decretó una serie de mejoras para la Biblioteca Nacional. En ese momento se fijó el sueldo de los empleados (20 mayo), se otorgaron 5.000 pesos para compras, se dictó el reglamento de la biblioteca (30 junio) y se dispuso que los propietarios de periódicos tenían la obligación de enviar 4 ejemplares de cada edición a la biblioteca, así como los autores de libros y otros impresos debían enviar 2 ejemplares de cada uno de los por ellos publicados. Se encargó a Felipe Larrazábal la preparación de un catálogo de la institución y fue creado un Consejo Consultivo. El 27 de abril de 1870 tomó el poder el general Antonio Guzmán Blanco. Realmente fue durante su régimen cuando se estableció sobre sólidas bases la Biblioteca Nacional, la cual, desde esa época, ha funcionado ininterrumpidamente. El 1 de agosto de 1872, el bibliotecario Lucena comunicó al gobierno que el Catálogo de la Biblioteca Nacional, preparado por Adolfo Ernst, Felipe Larrazábal y él estaba concluido. Al año siguiente Lucena informó que la biblioteca poseía 5.862 volúmenes; es la primera información numérica de sus fondos. El 24 de junio de 1874, se dispuso que las bibliotecas que habían pertenecido a los conventos fueran entregadas a la universidad para ser incorporadas a la Biblioteca Nacional. El 11 de julio siguiente el general Guzmán Blanco ordenó refundir en la Biblioteca de la Universidad Central, la del antiguo Seminario, la del Palacio Arzobispal y las de los conventos extinguidos. Fue ese el momento en que Adolfo Ernst, conocedor de varios idiomas, ofreció sus servicios al gobierno para preparar el catálogo de la biblioteca, lo cual fue aceptado. Como consecuencia del mencionado decreto, la Biblioteca Nacional pasó a estar formada por los fondos de los conventos, Seminario, Universidad, Biblioteca Vargas, Academia de Matemáticas, y su sede quedó situada en el local de la Universidad. Tanto por este hecho como porque su primer catálogo, elaborado por Ernst, se denomina Catálogo de la Biblioteca de la Universidad de Caracas, se han creado algunas confusiones, pues algunos estudiosos del tema han creído que existían 2 entidades distintas: la Biblioteca de la Universidad y la Biblioteca Nacional. La verdad es que se trataba de una sola institución. El mencionado catálogo de Ernst era a la vez el de la Biblioteca de la Universidad (como decía su título) y el de la Biblioteca Nacional, que eran una sola y única institución. Esta publicación, además de constituir el primer catálogo impreso de la bibliografía venezolana, es también el primero de la Biblioteca Nacional. En 1877, al finalizar su primer período denominado el Septenio, Guzmán Blanco pudo decir que se había creado una biblioteca pública en Caracas situada en la Universidad Central. De la misma forma se había establecido también una biblioteca en cada uno de los colegios federales existentes en los estados. Ernst prestó sus servicios a la Biblioteca Nacional durante un largo período (1876-1889). Años más tarde, como consecuencia de otro decreto de Guzmán Blanco (7.5.1879), la biblioteca pasó a formar parte del Instituto Nacional. En 1881, al crearse el Ministerio de Instrucción Pública (24 mayo) la biblioteca pasó a depender de ese despacho; Ernst fue director hasta 1889. Para sustituirlo fue nombrado Adolfo Frydensberg, quien ejerció la dirección hasta 1891; lo sustituyó el doctor Jesús Urbano (1891-1893). En 1892 se separó la Biblioteca Nacional del edificio de la Universidad. Fue entonces trasladada a otro local como consecuencia de un decreto del presidente Joaquín Crespo (1.1.1893), por el cual también fue nombrada una Junta Directiva de la Biblioteca, presidida por Arístides Rojas. Frydensberg fue nombrado otra vez director (20.7.1893). En 1894 se dispuso que de toda publicación «impresa o litografiada en el país» debían enviarse 2 ejemplares a la biblioteca. En su informe de 1895, Frydensberg expone las necesidades de la biblioteca, para la cual se dictó luego un nuevo reglamento (17.12.1897).

Siglo XX

Al comenzar el siglo XX la situación del país era tan crítica que en 1903 la Biblioteca fue cerrada por el presidente Cipriano Castro, quien el año siguiente ordenó su reapertura. Se nombró director a Manuel Landaeta Rosales (1903-1908). En 1908 fue nombrado Ramón D. Albarracín (3 agosto). Le sucedieron Manuel Carreyó (4.1.1909), Jesús María Paúl (1910), U. Anselmi (1911) y Juan Vicente Camacho (1912). El presidente Juan Vicente Gómez decidió construir una sede especial para la Biblioteca Nacional. Por decreto de 29 de julio de 1910 la obra se confió al arquitecto Alejandro Chataing (1874-1928), gran renovador del rostro físico de Caracas durante los regímenes de Castro y Gómez. Chataing proyectó que la Biblioteca Nacional estuviera situada al lado de la Universidad; al construir la sede, respetó la fachada seudo-gótica hecha bajo el régimen guzmancista. El nuevo edificio fue inaugurado en 1911. Ya instalada allí la institución, fueron directores, sucesivamente: Manuel Segundo Sánchez (1913-1920), Andrés Eloy de La Rosa (1921) y José Eustaquio Machado (1922-1933), le sucedieron por breves semanas José Eugenio Pérez y Luis M. Márquez, hasta que fue designado Horacio Chacón (1933-1936). Fallecido Gómez la dirección de la Biblioteca Nacional fue ejercida sucesivamente durante 1936 por Caracciolo Parra León, Cristóbal Benítez y Luis Manuel Urbaneja Achelpohl. En 1937, siendo ministro de Educación Rafael Ernesto López, fue designado director Enrique Planchart. Fue este quien inició la modernización de la Biblioteca Nacional, la cual, gracias a su actividad, se convirtió en una biblioteca moderna, iniciándose sistemáticamente la publicación de la Bibliografía Nacional por el equipo que dirigía Pedro Grases. Al fallecer Planchart en 1953, le sucedió en el cargo José Moneada Moreno (1953-1958). A partir del momento en que la institución empezó a tener sede propia en 1911-1913, se destacan las gestiones llevadas a cabo por los directores Manuel Segundo Sánchez, José Eustaquio Machado y Enrique Planchart. En 1936, la Biblioteca Nacional siguió dependiendo del Ministerio de Instrucción Pública que pasó a denominarse Ministerio de Educación. Después de 1958 han sido sucesivamente directores Felipe Massiani (1959-1964), Luis Barrios Cruz (1964-1968), Blanca Álvarez (1969-1974) y Virginia Betancourt, durante cuya gestión, iniciada en 1974, se realizó la transformación de la Biblioteca Nacional en Instituto Autónomo, centralizador de la actividad bibliotecaria en el país. Desde el ángulo institucional el proceso ha sido el siguiente: inaugurado oficialmente el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (1964-1976), la Biblioteca Nacional pasó a depender de él. Desaparecido este formó parte del Consejo Nacional de la Cultura (1975-1977) hasta ser creado el Instituto Autónomo Biblioteca Nacional y de Servicio de Bibliotecas (27.7.1977).

La situación en las últimas décadas: Independientemente del esfuerzo de la Biblioteca Nacional, es importante mencionar algunas iniciativas individuales que llevan a la formación de numerosas bibliotecas privadas, como por ejemplo, las de Víctor Manuel Ovalles, Pedro Manuel Arcaya, Vicente Lecuna, Manuel Segundo Sánchez, Rudolf Dolge, Laureano Vallenilla Lanz, Tulio Febres Cordero, Luis Oramas, Pedro Grases, Alfredo Boulton, Arturo Uslar Pietri y otros más. A partir de 1960, con la creación del Banco del Libro, asociación sin fines de lucro, comienza a experimentarse un cierto cambio en la concepción de los servicios bibliotecarios en el país, tanto en los organismos oficiales como en la comunidad en general; esta iniciativa le dio impulso a la creación de bibliotecas escolares, primero en el área metropolitana de Caracas desde 1962 y luego, en Ciudad Guayana (Edo. Bolívar) en 1966, con el llamado «Proyecto Guayana», conjuntamente con el Ministerio de Educación y la Corporación Venezolana de Guayana, donde se organizó en el Núcleo de Servicios Bibliotecarios Escolares de Ciudad Guayana, que adquirió carácter de programa experimental mediante decreto del 16 de octubre de 1973. En 1974, Venezuela se convirtió en el primer país de América Latina en establecer políticas administrativas y financieras necesarias para la creación de un Sistema Nacional de Bibliotecas y Sistemas de Información; el paso inicial se dio con el decreto ejecutivo del 19 de noviembre de 1974 que creó la Comisión Nacional para el Establecimiento de un Sistema Nacional de Información que tenía entre sus objetivos coordinar y planificar el desarrollo de los servicios de bibliotecas, documentación y archivo del país y normar su utilización dentro de las prioridades nacionales. Entre las recomendaciones de esta comisión estuvieron: la creación de un Sistema Nacional de Servicios de Bibliotecas e Información Humanística, Científica y Tecnológica y el otorgamiento de autonomía a la Biblioteca Nacional. El Ejecutivo Nacional acogió las sugerencias y el 7 de septiembre de 1976 creó mediante decreto la Comisión Nacional para la Organización del Sistema Nacional de Servicios de Bibliotecas e Información Humanística, de Información Científica y Tecnológica, de Archivos y de Estadísticas e Informática; y mediante ley del 27 de julio de 1977 se creó el Instituto Autónomo Biblioteca Nacional y de Servicios de Bibliotecas, adscrito al Ministerio de Educación; entre sus funciones se encuentran: ser centro depositario del acervo documental, bibliográfico y no bibliográfico de Venezuela y venezolanista; velar por el cumplimiento de la legislación sobre depósito legal; poner a disposición de los investigadores y estudiosos el material bibliográfico y no bibliográfico de la Biblioteca Nacional; velar por el enriquecimiento y conservación de los recursos bibliográficos y no bibliográficos del Sistema Nacional de Servicios de Bibliotecas. Un nuevo decreto del 3 de enero de 1978 que derogaba al anterior, creó la Comisión Coordinadora del Sistema Nacional de Servicios de Bibliotecas e Información Humanística, de Información Científica y Tecnológica, de Archivos y de Estadística e Informática, conocido como Sinasbi; este sistema está integrado a su vez por 4 subsistemas: el de Información Humanística que tiene como núcleo el Instituto Autónomo Biblioteca Nacional e incluye las bibliotecas públicas, las bibliotecas escolares y especializadas en el área de humanidades; el sistema de Información Científica y Tecnológica es coordinado por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICIT) y lo integran las bibliotecas y centros de información científica y tecnológica; las bibliotecas universitarias; la red biomédica, centralizada por el Instituto de Medicina Experimental de la UCV, a la cual están conectados los diferentes hospitales y centros asistenciales y otras redes de información, como la de Ingeniería, Arquitectura y afines (REDINARA), Tecnológica e Industrial, Ciencias Agropecuarias (REDIAGRO), Socio-Económica (REDINSE), y Vivienda, Construcción y Desarrollo Urbano Regional; el sistema de Archivos está centralizado por el Archivo General de la Nación y finalmente, el sistema de Estadística e Informática de la Presidencia de la República. Por decreto del 27 de junio de 1978, se dispuso que cada ministerio del Ejecutivo Nacional contara con una Biblioteca Central, adscrita a la Dirección general, para supervisar y coordinar las bibliotecas de sus dependencias y organismos afines. Las bibliotecas escolares están agrupadas en el Sistema Nacional de Servicios de Bibliotecas Escolares, dependiente del Ministerio de Educación, constituido por 1.672 bibliotecas, hasta el primer trimestre de 1986. Los servicios bibliotecarios en el país han avanzado notablemente con la creación del Sistema Nacional de Bibliotecas Públicas, integrado al finalizar el quinquenio 1989-1993 por 674 servicios bibliotecarios públicos, organizados en 23 redes estatales dependientes de las gobernaciones y coordinado por el Instituto Autónomo Biblioteca Nacional; estas redes están integradas además por 238 bibliotecas públicas, 306 salones de lectura, 68 puntos de préstamo, 37 servicios móviles que totalizan cerca de 3.457.946 volúmenes de dotación bibliográfica, en todo el país que le permite atender un promedio de 11 millones de consultas al año. La incorporación de la automatización a los diversos procesos de los servicios bibliotecarios que presta la Biblioteca Nacional, coloca a esta institución en una posición de vanguardia al crear y poner en servicio el Sistema Automatizado de Información de la Biblioteca Nacional (SAIBIN), que sirve de base para la formación de un Banco de Datos Nacional, centralizador de la información bibliográfica, documental y audiovisual disponible en el país; el SAIBIN lo forman dos subsistemas de procesamiento de datos: el Notis y el Documaster, el cual permite recuperar la información bibliográfica y hemerográfica registrada en su memoria, o la información textual, parcial o completa, de un documento. A fines de 1986, varias instituciones se conectaron con este Sistema, entre otras: Biblioteca Central de la Universidad Central de Venezuela, Instituto de Altos Estudios de la Defensa Nacional (AIDEN), Fiscalía General de la República, Corte Suprema de Justicia, Congreso de la República, Ministerio de Relaciones Interiores y Biblioteca Pública Central del estado Zulia. Producto de este sistema es la Bibliografía venezolana, que se está publicando en forma automatizada desde 1982. La nueva sede de la Biblioteca Nacional está ubicada en el Foro Libertador; en 80.000 m2 de construcción se centralizan todos los servicios técnicos, administrativos y de atención al público; ya consolidada esta institución en las postrimerías del siglo cumple las funciones de ser Centro Nacional de Referencias, promotora del Servicio Nacional de Información, Centro Nacional de Conservación, Núcleo Nacional de Redes Estadales, Agencia Nacional del International Standard BookNumber (ISBN), patrocinante de la Comisión Nacional de Lectura. Conjuntamente con los sistemas descritos funcionan en el país numerosas bibliotecas y centros de información y documentación especializados en diversas disciplinas, citaremos la del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC), y la del Museo de Ciencias Naturales, en la parte científica; la de la Fundación «Rojas Astudillo», la «Pedro Manuel Arcaya», la del Consejo Supremo Electoral y la de la Corte Suprema de Justicia, en Derecho; las de las diversas Academias: de la Lengua, Historia, Medicina, Ciencias Políticas, Ciencias Económicas y Ciencias Físicas, Naturales y Matemáticas; la Ernesto Peltzer, del Banco Central de Venezuela, en Economía; Biblioteca Pedagógica Daniel Navea del Banco del Libro; la Fundación de Etnomusicología y Folklore del Conac; la del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos; las de los Museos de Bellas Artes y de Arte Contemporáneo, especializadas en Artes Visuales; igualmente funcionan en el interior del país las bibliotecas de las corporaciones de desarrollo regional; la del Centro Industrial Experimental para la Exportación (CIEPE), en San Felipe (Edo. Yaracuy); la de la Fundación para el Desarrollo de la Región Centro Occidental (FUDECO), en Barquisimeto; la del Consejo Zuliano de Planificación (CONZUPLAN), en Maracaibo; las de las universidades nacionales tanto públicas como privadas; la sala «Febres Cordero» en Mérida, y algunas de fundaciones privadas con servicio al público como las del Centro Venezolano Americano, Fundación John Boulton, Fundación Vicente Lecuna, Fundación La Salle, Fundación Humboldt y otras más. Desde 1980 la industria petrolera y petroquímica nacional estableció una red (RIPPET) que integra las bibliotecas y todos los servicios de información y documentación, planotecas, archivos técnicos y otras fuentes de información técnico-científicas, existentes en la industria, para lo cual se dispuso de una infraestructura de computación, sistemas y telecomunicaciones, que permite automatizar los procesos y crear una base de datos bibliográfica, interconectada con los 52 centros que la integran al concluir 1993, mediante la implantación del sistema Notis y otras tecnologías, que aseguran la información necesaria a los investigadores por medio de servicios diversos como préstamo circulante e interbibliotecario, de referencia y otras consultas.

Autor: Omar Alberto Pérez, Roberto J. LoveraDe Sola
Bibliografía directa: Barboza de la Torre, Pedro A. Origen de la Biblioteca Pública del Estado. Maracaibo: Casa de la Cultura Andrés Eloy Blanco, 1967; Brunicelli, Blas. Estudios históricos. Caracas: Imprenta Nacional, 1964; Cardozo, Lubio. Los repertorios bibliográficos venezolanos del siglo XIX. Caracas: Universidad Central de Venezuela-Universidad de Los Andes, 1982; Grases, Pedro. «Estudios bibliográficos», en: Obras. Caracas: Seix Barral, 1982-1983. 3 vols.; Leal, Ildefonso. El Colegio de los Jesuítas en Mérida, 1728-1767. Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1966; --. Historia de la Universidad Central de Venezuela, 1721-1981. Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1981;--. Libros y bibliotecas en la Venezuela colonial (1633-1767). Caracas: Academia Nacional de la Historia,1978. 2 vols.; Millares Carlo, Agustín. Catálogo razonado de los libros de los siglos XV, XVI, XVII de la Academia Nacional de la Historia. Caracas: Academia Nacional de la Historia,1969;--. Libros del siglo XVI. Mérida: Universidad de Los Andes, 1978; Pérez Vila, Manuel. Los libros en la Colonia y en la Independencia. Caracas: Oficina Central de Información, 1970; Sánchez, Manuel Segundo. Obras. Caracas: Banco Central de Venezuela, 1964. 3 vols.
Hemerografía: Briceño Perozo, Mario. «Creación de la Biblioteca Nacional de Venezuela», en: Boletín del Archivo General de la Nación. Caracas, núm. 209, julio-diciembre, 1965; Bruní Celli, Blas. «Libros sobre la historia de la biblioteca del antiguo convento de San Francisco», en: Boletín de la Academia Nacional de la Historia. Caracas, núm. 186, abril-junio, 1964; Leal, Ildefonso. «Inventario y avalúo de la biblioteca del Colegio Seminario de San Buenaventura de Mérida, año 1791». En: Revista de Historia. Caracas, núm. 26-27, junio, 1966; Pérez Vila, Manuel. «Bibliotecas coloniales de Venezuela», en: Revista de Historia. Caracas, núm. 12, julio, 1962; Querales, Juan Bautista. «Informe sobre las bibliotecas coloniales», en: Boletín de la Academia Nacional de la Historia. Caracas, núm. 226, abril-junio, 1974; Rey Fajardo, José del. «Bibliotecas misionales», en: Boletín Histórico. Caracas, núm. 26, mayo 1971. Tema relacionado: Bibliografía.
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