La acción jesuítica en Venezuela se inicia institucionalmente en 1628 y concluye en 1767 con su expulsión, lo mismo que de toda América, por orden del rey Carlos III de España. Su presencia obedeció a 2 objetivos bien definidos: la educación de la juventud a través de los colegios citadinos (línea urbana), y la conversión de los indígenas orinoquenses, que condujo a la ampliación del territorio efectivamente ocupado (línea misional). En el ámbito jesuítico Venezuela dependió jurídicamente de la provincia del Nuevo Reino de Granada y por ende, la penetración tuvo que realizarse a través de los llanos de Casanare y del Meta en la línea misional, y por la cordillera andina, con Mérida como núcleo en la línea urbana.
Línea urbana
a) Colegios jesuíticos: En 1571 intentó, en vano, el gobernador Diego de Mazariegos abrir un colegio de jesuitas en Caracas. En el siglo XVII corrieron idéntico destino los intentos de Trujillo (1615), Coro, Caracas (1629), Maracaibo (1660) y San Cristóbal (1667). En 1628 los padres Juan de Arcos y Juan de Cabrera fundaron en la ciudad de Mérida el colegio San Francisco Javier, gracias a la munificencia del sacerdote merideño Ventura de la Peña. El número de alumnos giró siempre alrededor de 15; no hay que olvidar que la ciudad nunca superó los 2.000 habitantes durante la presencia jesuítica. Los estudios superiores los seguían, generalmente, en la Universidad Javeriana de Bogotá. Entre los jesuitas más ilustres que laboraron en la Ciudad de los Caballeros, cabe destacar los siguientes profesores de filosofía y teología: los italianos Domingo Molina y José Dadey, el irlandés Francisco de Lea, los españoles Juan Bautista Rico, Juan Calvo y los criollos Diego Solano, Ignacio Meaurio, Nicolás de Aguilar, Juan Andrés Tejada y Diego Terreros. Aunque las tramitaciones para fundar colegio en Maracaibo se iniciaron en 1660, con todo, el plantel educativo comenzó a funcionar hacia 1736 y en definitiva nunca obtuvo la aprobación real. Como jesuitas ilustres se deben mencionar los padres Manuel Zapata, rector de varios colegios neogranadinos, y los catedráticos Andrés García y Matías Liñán. Efímera fue la biografía del colegio de Coro, ciudad a la que llegaron los padres Antonio Naya y Francisco Javier Oraá en 1753. Mas en 1764 los jesuitas recibieron órdenes de abandonar la ciudad ya que la Compañía de Jesús, en la opinión de un calificado morador como el padre Antonio Julián, no podía fundamentar su economía en el comercio ilícito. Si en 1571 ya Caracas se preocupaba por poseer un colegio jesuítico, el plantel vino a ser realidad poco antes de la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767. Bien es verdad que el obispo Diego de Baños y Sotomayor quiso encargar a los jesuitas de la conducción del Seminario de Santa Rosa de Lima al iniciarse el siglo XVIII, sin alcanzar resultados positivos. También la Compañía de Jesús destacó desde 1731 calificados profesores de filosofía y teología como los padres Ignacio Ferrer, Demetrio Sanna, Carlos Nigri, José Pagés, Manuel Parada y otros, con la aspiración de crear estudios superiores en la capital venezolana, pues la concebían como un polo de desarrollo que debía además, favorecer las misiones del Orinoco, consolidarla fundación de Maracaibo y proyectarse hacia las islas del Caribe y anexar la misión de Curazao. Pero todo quedó en proyecto.
b) Base económica: Antes de incoar un colegio se debía crear una fundación, de la que surgiría después una empresa; una vez estructurada esta, comenzaba a funcionar la «máquina económica» de cuyos frutos dependería la prosperidad académica y apostólica del colegio. En tierras americanas las fundaciones no podían concebirse como fruto de grandes capitales (como en Europa), sino como un esfuerzo más en un mundo en construcción, en el que la agricultura constituía prácticamente una de las pocas fuentes seguras de producción. La «máquina económica» debía garantizar un triple objetivo: en primer lugar, la gratuidad de la enseñanza que se impartiera en las aulas jesuíticas; en segundo término, facilitar todos los medios para la construcción y mantenimiento del colegio y de la iglesia con las consiguientes dependencias anexas; finalmente, debía proporcionar la subsistencia al equipo humano encargado de llevar a cabo la educación integral exigida por la Ratio Studiorum. Estas actividades económicas que financiaban a los colegios tomaban preferentemente la forma de haciendas y hatos ubicados en diferentes localidades del área geográfica cercana a los mismos. En menor medida, estaban representados en esclavos y bienes inmuebles urbanos. Famosas fueron las haciendas de cacao del sur del lago de Maracaibo, en Gibraltar y La Ceiba. Al momento de producirse la expulsión en 1767, todos estos bienes fueron confiscados y tras sufrir diferentes situaciones administrativas, pasaron a la Corona en 1799.
c) Organización: El organigrama estructural mínimo de un plantel educativo indiano requería, al menos, de 5 personas fundamentales: el rector, el director de estudios, el profesor de humanidades, el director de las cosas espirituales y el procurador. El rector significaba la cúspide de la organización jerárquica, era el responsable de cuanto y de cuantos actuaban en la educación y por lo tanto debía ser hombre de autoridad y de experiencia. El director de estudios debía asegurar la unidad docente, el avance gradual de la enseñanza y la continuidad en el progreso de los alumnos. En colegios pequeños, como los venezolanos, esta función la asumía el rector. Quizá la pieza clave del éxito jesuítico en la educación del barroco lo constituyera la figura del profesor. Graduado en lo que hoy conceptuaríamos como filosofía y letras, su actividad pedagógica estaba completamente normada en la Ratio Studiorum. Tres campos debía abarcar su erudición: el conocimiento de las lenguas; el dominio de aquellas ciencias que ayudaban a completar el ciclo de las bellas artes (retórica, poética, historia, cosmología, geografía, filología); y la destreza en el uso de aquellos recursos que debían aliviar el trabajo y aguzar la fuerza del entendimiento. Respecto al director de las cosas espirituales, si virtud y letras constituían la educación binómica de los colegios jesuíticos, es lógico que en torno a la iglesia funcionara un mundo paralelo y complementario que enseñara al joven la práctica de las virtudes; la virtud se debía mostrar mediante el ejercicio del cumplimiento del deber, por la observancia de las normas escolares, por la diligencia en los estudios, etc. En este marco de ejemplaridad se ubica la Congregación Mariana, así como la insistencia en la lectura espiritual y en la asistencia a las lecciones sacras y a los sermones. La figura del procurador adquirió un gran relieve en Indias por su proyección en la economía local, mas su estudio se sale de los objetivos de este escrito.
d) Pénsum: El currículum de humanidades constaba de 3 años de gramática, uno de humanidades propiamente dichas y uno de retórica. La gramática se subdividía en ínfima y media: en la primera se adquiría el conocimiento de los rudimentos y los inicios de la sintaxis latina (desde las declinaciones hasta la construcción común de los verbos), utilizando las Cartas más fáciles de Cicerón; en la segunda se aspiraba a dar al educando el dominio de toda la gramática, y se usaban las Cartas más importantes de Cicerón, y sus libros de la amistad, de la vejez, las paradojas, etc., amén de algunas Elegías de Ovidio, las Obras selectas de Cátulo, Tibulo, Propercio y las Eglogas de Virgilio. En las humanidades la gramática constituía el piso de la elocuencia; y para ello se requería el conocimiento de la lengua que consistía en la propiedad y en la abundancia; en las prelecciones se debía explicar a Cicerón en los libros que contenían la filosofía de las costumbres; de los historiadores se estudiaban César, Salustio, Tito Livio y Curdo, y de los poetas Virgilio (excepto las Eglogas), las Odas de Horacio así como epigramas, elegías, etc., de otros poetas antiguos; en el segundo semestre podía servirse el profesor del resumen de la retórica del padre Soares y de algunos discursos de Cicerón. La Retórica disponía a la perfecta elocuencia y constaba de 3 partes principales: los preceptos del habla, el estilo y la erudición.
e) Método: Seguía un esquema tríptico, con intervención del maestro (prelección), intervención del alumno (repetición) y trabajo conjunto profesor-alumno (ejercicios). La prelección suponía los siguientes pasos: lectura del texto, breve resumen del argumento e indicación de la conexión lógica con las lecciones anteriormente estudiadas; explicación literal, de acuerdo con el nivel específico de cada clase, que tenía por objeto la exacta intelección de las palabras, frases, modismos, etc., del texto; la ilustración o comentario constaba de los siguientes puntos: 1) aclare su sentido si es oscuro; 2) cite a otros retóricos que preceptúan lo mismo o al propio autor si en otra parte dice lo mismo; 3) busque alguna razón justificante del precepto; 4) aduzca pasajes paralelos de oradores y poetas, de los más ilustres, que hayan cumplido dicho precepto; 5) añada lo que sea a propósito, tomado de la erudición y de la historia; 6) finalmente, indique la manera de acomodarlo a nuestros tiempos. Repetición: era un proceso de aprendizaje programado con rigor y de modo sistemático para asimilar mejor lo aprendido con variedad de objetivos y técnicas; en él se distinguían 3 formas escalonadas: 1) la inmediata después de la prelección, que tenía por objeto fijar la atención de los alumnos en lo esencial explicado por el profesor; 2) la del día siguiente, a la que había precedido un lapso de tiempo intermedio y el estudio privado y personal a los fines de poder dar cuenta al profesor y a los compañeros de las objeciones que se le formularan de modo que quedara claro y fijado lo más importante y útil; 3) la sabatina, que incluía la repetición de todo lo visto durante la semana, constituía un repaso público en forma de juego competitivo entre 2 bandos; a esta habría que añadir la mensual y la semestral. Ejercicios: la Ratio contemplaba: la composición, la corrección, la concertación, la declamación, los actos públicos y las academias. El ejercicio de hablar debía complementarse con el de escribir y ambos aspiraban al mismo fin: aprender a pensar de un modo exacto, fundamentado y amplio.
Línea misional
Proceso fundacional: En el siglo XVII los jesuitas intentaron establecer 3 polos distintos de acción misional: 1) Guayana: se inició en 1646 con los padres Andrés Ignacio y Alonso Fernández en el fuerte de Santo Tomé. Aunque la pervivencia fue difícil por lo abandonado y lejano de la población, los jesuitas se mantuvieron hasta 1681, fecha en que entregaron a los capuchinos la misión. Habían fundado 4 pueblos de aruacos y pariagotos. 2) Guarapiche: intento llevado a cabo por los jesuitas franceses en el río que lleva ese nombre, habitado por los gálibis. Sus 2 principales hombres fueron los padres Pedro Pelleprat y Denis Mesland; este último se residenció en Guayana en 1653 y así concluyó una peligrosa empresa territorial planeada desde las islas francesas del Caribe. 3) Alto Orinoco: en definitiva, los jesuitas que laboraron en el gran río venezolano provenían de Bogotá y por ende su acción tenía que estar supeditada a esta realidad geográfica y estratégica, que se concretó el 12 de junio de 1662 al firmarse en Bogotá el primer convenio de misiones en el que se le asignaba a la Compañía de Jesús el extenso como impreciso territorio que abarcaba desde el río Pauto hasta los llanos de Barinas y de Caracas y el gran Airico; de esta suerte, los ríos Casanare-Meta constituirían el primer escenario misionero. Las principales misiones indígenas atendidas por los jesuitas fueron: achaguas, giraras, guahívos y chiricoas y tunebos (a partir de 1669 se añadirían los sálivas del Orinoco) y como capital misional fungió por mucho tiempo San Salvador de Casanare. Es de notar que el padre Antonio Monteverde había propuesto un plan basado en el valor de la continentalidad de Venezuela, con el río Orinoco como arteria central del desarrollo económico, social y cultural. A tal fin proponía que la acción jesuítica debía tener su basamento logístico no en Santafe de Bogotá sino en la isla de Trinidad y en Santo Tomé de Guayana. La presencia misional tomaría cuerpo en el alto Orinoco, a partir de 1679, sobre todo la región del Vichada, rica en intercambios raciales y a donde los jesuitas llegarían tanto por el Orinoco como por el gran Airico. Mas los 3 intentos de radicación (1681, 1691, 1694) fracasarían por la muerte de 4 misioneros a manos de los caribes y por la falta de apoyo estructural dada la lejanía y el aislamiento geográfico de la misión. La actividad misional orinoquense se reabre en 1731 como una expresión lógica del desarrollo alcanzado por las reducciones del Meta. La primera etapa (1731-1741) la configuran los tanteos guayaneses llevados a cabo por José Gumilla y Bernardo Rotella quienes pretendían restaurar, en parte, el plan Monteverde afincándose en Santo Tomé de Guayana y en la isla de Trinidad, teniendo como base central de operaciones Caracas y no Santafé de Bogotá. Mas los diversos convenios misionales firmados entre capuchinos, franciscanos y jesuitas (sobre todo la Concordia de 1734) redimensionaron las áreas de acción y la Compañía de Jesús aceptó como límite oriental el río Caura y como norte el Orinoco (al menos hasta la desembocadura del Apure); el sur quedaba abierto hasta las posesiones portuguesas. Mas, como la amenaza caribe persistiera con su constante comercio de esclavos y destrucción de las misiones, el padre Rotella se decidió a fundar en Cabruta (territorio caraqueño), punto neurálgico del tortugueo y puerta de control del Orinoco medio. La segunda etapa (1741-1767) se caracteriza por la penetración y consolidación misionera de la Orinoquia hasta el raudal de Maipures. Tras la fundación de Cabruta se observa una gran intensificación del quehacer misional con respecto a los yaruros, mapoyes, tamanacos, maipures y quirrupas. A partir de 1750, si exceptuamos algunos experimentos tierra adentro, las restantes naciones que sostuvieron contacto con los jesuitas lo realizaron a través de las reducciones fundadas en esa década: el raudal de Atures, la Urbana, la Encaramada y Carichana. La Expedición de Límites de 1750 entrabó en cierto sentido el desarrollo misional dadas las divergencias entre los comisionados reales y los misioneros. A raíz de la medida real de expulsión de los jesuitas (1767), Manuel Centurión se presentó en Carichana y progresivamente fue apresando a los misioneros, quienes posteriormente fueron deportados a Italia.
Estructura organizativa: La estructura social y administrativa de la población solía respetar las jerarquías políticas que las naciones indígenas tenían antes de reducirse. Los caciques gozaban de dignidad perpetua y hereditaria excepto en caso de rebelión contra su soberano; en la misión usaban bastón de mando con pomo de plata y en la iglesia ocupaban un sitial de honor. Generalmente ni el misionero, ni los capitanes de escolta, ni el gobernador decidían nada sin antes escuchar el parecer del cacique o caciques. A los alcaldes correspondía el gobierno ordinario e inmediato del pueblo y eran elegidos anualmente; los fiscales, igualmente electos por un año, eran los encargados de celar por el cumplimiento de la justicia y los ejecutores del castigo por las faltas cometidas. Al amanecer las campanas despertaban a la población con el toque del Ave María y media hora después se daba la señal para la doctrina de los niños, quienes se dividían en grupos para repetir la doctrina cristiana. Concluida la catequesis que duraba media hora y era en lengua vernácula, se dirigían en procesión a la iglesia cantando algunas oraciones. Después del acto religioso se iniciaban las tareas del día pregonadas desde el atrio; los varones debían acudir a la escuela y a arreglar las dependencias «públicas» de la reducción; las mujeres, según sus edades, se consagraban al aseo del pueblo y al cuidado de sus casas. El misionero debía ocuparse durante todo el día de la «cuadrilla del rezado» (los niños y niñas) porque sus padres estaban en las labranzas; consiguientemente la misión se encargaba del sustento diario de los niños. Por la tarde se reanudaban las tareas educativas a las 2 pm; a las 4:30 pm se repetía la doctrina cristiana en castellano. Al oscurecer se recitaba o se cantaba el rosario en la iglesia y a continuación los músicos y los cantores se reunían por separado tanto para ensayar como para tocar los instrumentos. En las escuelas del Orinoco se enseñaba solamente a leer y a escribir y «no son instruidos en otras ciencias, dirá el padre Felipe Salvador Gilij, como porque sabida la de leer bien y escribir, les parece que ya están bastante instruidos y que no tienen necesidad de más». Paralelamente ejercieron una gran atracción las artes manuales sobre todo la fragua, los telares, la carpintería, la pintura, etc. Y por parte de los misioneros vino la insistencia en la intensificación y mejoramiento de la agricultura «que conduce al buen estado de las nuevas poblaciones».
Balance de la misión: En lo misional la obra jesuítica se puede considerar que fue efímera. Sin embargo, los aportes fundamentales pudieran ser: la difusión de la Orinoquia en el mundo europeo a través de las obras de Cassani, Gumilla y Gilij; la contribución a la historia de la filología recogida por Gilij, Hervás y Panduro y Wilhelm von Humboldt; el descubrimiento del Casiquiare por el padre Manuel Román y el enriquecimiento de la cartografía venezolana; la configuración del territorio orinoquense y la conciencia de la venezolanidad en aquellas remotas regiones.
Situación actual
Los jesuitas reingresan a Venezuela en 1916 con la misión específica de encargarse de la formación filosófica y teológica de los futuros ministros del culto. A partir de 1922 incursionan de nuevo en el campo de la educación y así fundan el colegio San Ignacio de Caracas (1922), el San José de Mérida (1928) el Gonzaga de Maracaibo (1945), Jesús Obrero de Caracas (1948), Javier de Barquisimeto (1953), Gumilla de Puerto Ordaz (1957) y La Guanota en el estado Apure (1971). En el campo de la Educación Superior fundaron la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas (1953) y la Extensión Táchira (1962) convertida hoy en Universidad Católica del Táchira. Como un aporte a la demanda educacional de los barrios marginales surgió Fe y Alegría (1955) que se ha expandido por todo el continente.
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