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Vestido

Para hablar de la historia del vestido en Venezuela, tenemos que recurrir a 3 tipos de documentos: los pocos que conservó la tierra impresos en la cerámica aborigen, las descripciones de cronistas y viajeros de todos los tiempos y culturas, los dibujos y pinturas de los artistas que visitaron Venezuela, junto con los de algunos acuciosos venezolanos, así como las investigaciones etnográficas y folklóricas emprendidas durante los últimos 40 años.

El vestido aborigen va desde el uso de pinturas para cubrir el cuerpo, pasando por el «tapa vergüenza», como llamaron equivocadamente los misioneros al «guayuco», hasta la «manta», necesaria en las zonas frías. Pocas son las piezas arqueológicas que muestran las pinturas corporales, adornos de cabeza y aretes. Los arqueólogos, desde Rafael Requena hasta los actuales, han rescatado piezas valiosas en las que se destacan figurinas en rojo y negro sobre blanco, como las de Tierra de los Indios, o la cerámica votiva estilo Santa Ana, con cordón, taparrabo y pinturas corporales, o la figurina con pintura corporal. Erika Wagner se refiere a los adornos que usaban los habitantes prehispánicos de Mirinday, en Carache (Edo. Trujillo), ya que no encontró «evidencia específica sobre el vestido», aunque sí es evidente que tejían el algodón, como se deduce «por el hallazgo de agujas óseas y piedras perforadas que pudieron servir como pesas de los husos», lo cual se confirma con la tradición que llega a nuestros días. El adorno corporal se completa con pendientes, aretes, anillos y cuentas de collar -de piedra, hueso y concha- que aparecen también entre los hallazgos arqueológicos. Y estos no pertenecen solamente al área andina, ya que se encontraron restos en los valles de Aragua y en cementerios al poniente del lago de Valencia. El oro fue igualmente usado por grupos indígenas de Venezuela. Aparece, tanto en Valencia, como entre motilones de la sierra de Perijá, y en la Guajira, que muestra tener parentesco con artículos de oro de Colombia y de Panamá. A estos hay que agregar los rodillos de cerámica, de variada procedencia, usados por los indios para pintarse la piel. Conocido es el canto de la desnudez, de Juan de Castellanos, y su mención a las mujeres que «cubren partes vergonzosas, no todas, ni con unas mismas cosas». Como también a los «superbísimos plumajes, joyas de oro, pecios, brazaletes», de los que él llamaba «salvajes». Fray Ramón Bueno nos dice: «el traje es el desnudo del cuerpo, todo teñido de onoto». Y los indios ypurrucoto usan «unas trenzas de curaguate en la cintura y la punta del miembro metida en ella». En 1806-1807, el viajero J.J. Dauxion Lavaysse escribe que las indias tienen pudor de vestirse, ya que están acostumbradas a andar desnudas. Y lo mismo dice Alejandro de Humboldt de los chaimas: solamente se visten para andar por el pueblo por exigencia de los misioneros. Agustín Codazzi anota lo propio con respecto a las indias maquiritares. Llevan «sólo por adorno [... ] un delantal de cuentas» y las panares «solo cuando se casan se ponen guayuco». Los indios de la costa del lago de Maracaibo -de acuerdo con Julio César Salas- se ataban un cordón por la cintura, del cual pendían un taparo para cubrir el sexo, por cuya razón los llamaron «taparitos». El uso del guayuco vegetal está documentado entre diversos indios. Según Buenaventura de Carrocera, consistía en una hoja de plátano, almagrado el cuerpo y adornadas con «sus arrecadas y gargantillas, su faja de cuentas por la cintura y brazaletes sobre las pantorrillas». La hoja fue reemplazada entre muchos grupos por el llamado guayuco, tejido en forma de pequeño delantal. Fray Matías Ruiz Blanco señala el delantal, o «maritur», hecho con sartas de corales, de perlas y otras cuentas, «del ancho de tres dedos, que se atan en la cintura». Muchos otros indios usaron este tipo de delantal. Y aún en nuestros días aparece entre algunos maquiritares, por ejemplo. El guayuco es prenda precolombina. Está abundantemente documentada fuera de Venezuela en piezas arqueológicas, según la investigadora argentina Delia Millán de Palavecino.

En las zonas frías de los Andes venezolanos, lo mismo que en toda la franja andina, los indios tejieron -y aún tejen- mantas para los hombres, en tanto las mujeres usaban «samalayetas de res cerradas, que le cubren desde las axilas hasta las rodillas, sostenidas por tirantes». La kojiricha de los yukpas es hoy todavía ejemplo de este tipo de ruana o poncho. Lo mismo que el she guajiro: se usa sobre el guayuco. Como es sabido, el telar español reemplazó después de la Conquista al telar de marco que usaban muchos grupos aborígenes de todo el continente. Además, a partir del siglo XVI, y sobre todo desde el siglo XVIII, se importaron legal o ilegalmente telas inglesas y hasta ruanas doble faz. Las guajiras fabricaron sus propias telas para confeccionar sus mantas. Hoy perdura la costumbre de la manta, solo que suelen emplear telas comerciales de muy diversa procedencia. En cuanto a los hombres, el padre Julián, en su libro La perla de América, publicado en 1787, escribe: «encima de una "chamarreta" o camisa corta de algodón llevan los guajiros sobre el hombro derecho una manta de colores, y de algodón también, que va a la rodilla. Hasta allí también llegan los calzoncillos». Este vestido se usa todavía, pero cuando los guajiros van al mercado de Paraguaipoa lo reemplazan por el traje masculino corriente. No así las indias. Ellas conservan en todas partes su atuendo, con gran orgullo. Lo complementan con el uso de sandalias con grandes bellotas, de un color que armonice con la manta. En la cabeza llevan un pañuelo y se pintan la cara con paipai para no quemarse. Para las fiestas usan otro tipo de pinturas faciales, con dibujos de distinto significado, el cual varía según la edad y el estado civil. Además, se adornan con collares y brazaletes: los de «turna» -de jaspe rojo, cornerina o sardónice rojizo- tienen mucho valor.

Los escritos de cronistas y viajeros constituyen una de las principales fuentes documentales para el estudio del traje criollo. Esta se complementa con los dibujos y pinturas tomados del natural. Ya desde el siglo XIX, tenemos fotografías que muestran a personajes de distinta condición social y económica, caracterizados por el vestir. Juan de Castellanos da temprana noticia del traje en su canto 5° de la elegía XV, cuando se refiere a los bienes dados en recompensa por Delgado: «Un antiguo sayo de fina grana/ Camisa y un bonete colorado/ Con una larga pluma muy galana». Isaac J. Pardo describe el traje usado por un gobernador del siglo XVII, para asistir a la procesión del Corpus Christi, quien vacila «entre las medias de seda color verde maíz, las blancas o las plateadas. De las camisas de holanda no sabía si preferir la que tenía valona y vueltas de cortado de plata o la adornada con randas y encajes. La que llevaba las bocamangas y los hombros bordados con pita no parecía bastante lujosa, y otra adornada con plumas, era algo vieja. Entre la docena de calzones, los de ruán, de mezcla, de albornoz o de perpetuán no había que tomarlos en cuenta. La elección ha de ser entre los de tafetán, los de terciopelo y uno de damasco negro. Sobre la cama del gobernador luce una parada de jubones: varios de tela fina de plata y oro, uno de ellos color rosa seco, otro forrado en pajizo, otro de tabí verde y dorado y otro de raso blanco, forrado en azul, con pasamanería de oro y seda. A la altura de los jubones están las ropillas: una de tafetán verde mar forrada en verde, otra hermana del calzón, de damasco de China negro forrada en tafetán carmesí, con tres guarniciones de Santa Isabel. Uno de los jubones está adornado con doce botones de plata y otras prendas con botones de oro y seda. La pretina del gobernador tiene siete botones de plata. De entre los pañuelos de holanda, el gobernador toma uno que lleva encajes». Los pobres, en cambio, «compran ruán de a siete reales la vara, lienzo crudo de a cuatro o telilla de Flandes a diecinueve reales». Las modas llegaban a Caracas con los funcionarios importantes. Así, cuando llegan en la década de 1730 los factores y altos empleados de la Compañía Guipuzcoana, se origina un cambio en el atuendo, de acuerdo con las usanzas del Madrid borbónico, que destierra la forma de vivir y las modas de la dinastía de los Austrias.

A comienzos del siglo XIX, François Depons describe el vestir en las ceremonias oficiales en la Real Audiencia de Caracas: «Los individuos de la Audiencia, durante las funciones judiciales, van de garnacha de tafetán negro. Lo restante de su vestimenta es también negro. Hasta no hace mucho llevaban suspendida al ojal una barrita blanca, que entre los españoles es señal de jurisdicción, ante la cual todo el mundo tiembla». Los hombres visten «casaca redonda» y usan capa, que es reemplazada por un «capote» ya en épocas de la República. En ese tiempo, durante el proceso de la Independencia, aparece ya lo que se denominó el «traje nacional»: pantalones hasta la cintura, levitas cortas y semiabrochadas, sombrero redondo, cabello corto y sin empolvar. Pero los modales de los jóvenes bien educados debían ser franceses: debían poseer «gusto, valor e ilustración». Ya en tiempos de Antonio Guzmán Blanco, los hombres elegantes de Caracas visten «sombreros de copa y levita, y algunos usan con ella pantalón de dril blanco». Atuendo este que se perpetúa en la parranda de San Pedro, que sale en Guatire y Guarenas, todavía en nuestros días. Todos estos trajes contrastan con los que usaron las gentes de pocos medios; tal como escribe fray Pedro Simón, refiriéndose a El Tocuyo del siglo XVI, estas «se vieron obligados a disponer cómo hacer lienzo del algodón que se daba en la tierra, que era por extremo mucho y muy bueno, y así armaron luego telares, y enseñándoles a hilar á los indios e hilándolo las mujeres de los españoles, tejían los hombres muchas y grandes telas con que se vestían y hacían el demás servicio de la casa, porque los indios no sabían de esto, á causa de andar ellos y ellas totalmente desnudos. Para capas, ropillas y gregüescos ó calzones hacían de la lana de las ovejas de Castilla (porque las del Perú no se han conocido en estas tierras) algunas jerguetillas, con que pasaron miserablemente su vida por algunos años [...]. Este trato de beneficiar ropas de esta manera, pienso fue el primero en esta tierra que usaron españoles en todas éstas de las Indias, hasta entrar en las del Perú, á lo ménos en todas las de Quito, donde y en todas las demás partes le nombran á este lienzo y telas Tocuyo, por haber tenido su principio en esta ciudad del Tocuyo». Es tradición que cuando el Libertador visitó Carora, en 1821, los cabildantes vestían de una manera muy singular: «levita de dril [acaso de lienzo], chinelas de paño floreadas, cabeza cubierta por un pañuelo de Madrás, de color vistoso a guisa de turbante». Y encima de este, «pava quiboreña a la teja, de modo sacerdotal». Los esclavos usaban «mantas camisetas y lienzo para confeccionar ropas; o compraban un vestido de coleta», pero recibían libreas de sus amos cuando debían acompañarlos en sus visitas e idas a la iglesia. Los arrieros, los llaneros y otros tipos populares vestían «con blusa o camisa que cuelga sobre los pantalones, y cuyos faldones están festoneados por rústicos bordados; calzados con zapatos o alpargatas, y muchas veces descalzos, luciendo en los talones un enorme par de espuelas, a menudo una sola». Algunos llevaban capas de algodón, o una manta «de unas dos yardas de largo, con una abertura en el centro, por la cual pasa la cabeza», según escribía el viajero norteamericano William Duane a comienzos de la década de 1820.

Ya desde la primera mitad del siglo XIX, aparecen documentos del «garrasí» y la «cachicamita». El garrasí era un pantalón estrecho en la rodilla -y ensanchado en la pierna- que terminaba en la llamada «uña de pavo» y con 2 salientes en punta que servían para remangar y atar los pantalones. La cachicamita era una «camisa blanca y de hilo, con muchos pliegues en la parte delantera, con el cuello flojo y doblado que se abotonaba con 2 moneditas de plata unidas por una pequeña cadena». La camisa se llevaba por fuera del pantalón. También Daniel Mendoza, describió el vestir llanero así: «Corto el calzón y estrecho, terminado a media pierna por unas piececillas colgantes que remedan, aunque no muy fielmente, las uñas del pavo, de donde toma su nombre; la camisa curiosamente rizada, no abrochado el cuello, ajustada al cinto por una banda tricolor, como el pabellón nacional, y cuyas faldas volaban libremente por defuera; un rosario alrededor del cuello del guarda camisa ostentaba sus grandes cuentas de oro; desnudo el pie, y la cabeza, metida, por decirlo así, entre un pañuelo de enormes listas rojas, soportaba un sombrero de castor de anchas alas». Este sombrero de anchas alas es el conocido «pelo e'guama». Se importa de Italia hasta hoy. En Venezuela se denomina así por la semejanza de su color con la fruta del guamo. Durante la segunda mitad del siglo XIX, se pone de moda el hasta hoy famoso liquiliqui. Recibe este nombre en Venezuela, seguramente tomado del argot francés (en esa lengua, liquette es una camisa). Lisandro Alvarado dice que liquiliqui, o liquilique, «es una blusa de tela de algodón, más o menos basta, en forma de americana, de uso popular». En Colombia, se conoció con el nombre de lique. Además, aparece en Cuba -donde se denomina filipina- y en toda Centroamérica. La blusa fue también popular entre los campesinos de las islas Azores, donde sí aparece con los 4 bolsillos. Esta guarda también relación con la camisa garibaldina «que exhibieron por estos barrios plebeyos los que vencieron en Caracas el año 70», según escribe Rafael Bolívar. En todo caso, parece que en Venezuela la puso de moda un sastre cubano -llamado Emilio Tornés- y se hizo traje nacional. Fabricado con los mejores linos blancos que importa Venezuela, se convierte en elegante traje masculino.

En cuanto a las mujeres, estas siempre fueron sensibles a la moda, pero además siguieron por varios siglos la tradición de usar para toda salida las ricas mantillas españolas. Avanzando el siglo XVIII, «las jóvenes salían con basquiña y manto negro sobre la saya o blusa». Las esclavas, en cambio, usaban únicamente un manto blanco. Durante el siglo pasado, en los páramos, las mujeres vestían generalmente de negro, o bien de azul, con un pañolón negro amplio, aparte de la mantilla que les cubría la cabeza y que era de tela, también negra o azul. Ya después de 1850, se usó el miriñaque, no solo por las mujeres de las ciudades, sino también en zonas rurales. Hacia fines de siglo XIX, las mujeres mayores usaron falda, o «fustán» amplio; y saquito, o sacón, de mangas largas, abotonado por delante, con un «faralao» desde la cintura y una breve capita contorneada por un pasacinta, que lleva un cuello como el liquiliqui de los hombres. En los llanos, por entonces, las mujeres usaban una blusa floja, suelta hasta la cintura, «y falda lisa hasta abajo, ambas piezas de lienzo floreado o rayado de colores». En Barquisimeto y sus cercanías, las mujeres mayores vestían muchas veces una falda amplia y larga, además de un «juboncillo» -o cota- que ajustaban «en la cintura mediante un borde en forma de faja». En la cabeza ataban un pañuelo grande policromado.

Durante el siglo XIX, numerosos artistas dejaron buen testimonio del traje de los caballeros y las damas que actuaban en los salones más refinados, y hubo también a quienes les interesó la gente del pueblo. Tenemos así los dibujos de Fritz Georg Melbye que documentan el traje rural de Páez; o la casa de la hacienda El Palmar, donde hay hombres y mujeres a caballo; los dibujos del rodeo, de Ramón Páez; las cargadoras de sir Robert Ker Porter, de 1827; los dibujos de Federico Lessmann, quien nos da una buena visión de la plaza Bolívar en 1852; y las acuarelas y dibujos a lápiz de Camille Pissarro, con Bibiano Patiño; el tocador de cuatro, entre otros tipos populares, entre ellos las mujeres que se ocupaban de la «cocina criolla». Hacia finales del siglo, las imágenes de El Cojo Ilustrado son sumamente ilustrativas, sobre todo en lo que al traje de las mujeres se refiere, como la de la Clínica de Niños Pobres, o la doméstica que atiende al panadero, o la esclava fumadora «con la candela p'dentro». Eloy Palacios es otro de los artistas que más contribuyó al conocimiento del traje llanero, ya a principios del siglo XX. Preciso y precioso testimonio dejaron también los daguerrotipos y fotografías durante aquellos años. Y especialmente, ya en el siglo XX, se agrega una abundante documentación fotográfica que nos permite apreciar la evolución del traje. Así, en una foto de 1917, tomada en La Carbonera, se aprecia el bello traje de una mulata, en compañía del general Mancera.

A partir de 1947, el Servicio de Investigaciones Folklóricas de Venezuela y luego el Instituto Nacional de Folklore estudian la vida rural con sus fiestas y costumbres. De allí proviene buena parte de la documentación existente. El vestido en nuestros campos resumió, hasta entrada la segunda mitad del siglo, los documentos del siglo anterior: por una parte, las mujeres mayores usaron su falda larga, amplia, terminada en un faralá y una blusa -o juboncillo- ajustado al cuerpo, abotonado adelante, con cuello, terminado como el liquiliqui y con un faralá también que cae brevemente sobre la falda, fustán o saya; pero en algunos casos la blusa termina en la cintura, con una especie de faja añadida. Las mujeres jóvenes prefirieron la falda amplia -más corta- y la cota o blusa de mangas cortas y gran escote. Actualmente estos trajes son reproducidos muchas veces por los conjuntos llamados folklóricos. Con más o menos fidelidad y arte, proyectan la música y los bailes tradicionales. Pero aquí, la creatividad no tiene límites. Cuando se recrean los elementos esenciales, se llega a embellecer los documentos ofrecidos. Pero en otros casos, sobre todo cuando se agregan elementos masculinos al traje femenino -o se mezcla lo aborigen con lo folklórico- se llega a verdaderas deformaciones del traje que podemos llamar venezolano. Un caso muy común lo constituye la inclusión de grandes bellotas guajiras en las alpargatas criollas, o lo que es aún peor, el agregado de maracas en los pies, para señalar el ritmo durante el baile. También es corriente que hasta lleve un fuete en sus manos. Pero todo esto es innecesario, ya que basta con tomar por base los distintos tipos de vestidos aquí descritos para lograr resaltar la feminidad de la bella mujer venezolana.

Durante el siglo XX, a partir del fin de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), en la vestimenta masculina y femenina venezolana se observa la adopción masiva de los estilos que va imponiendo la moda internacional occidental, como sucede en muchos otros países. Esta tendencia se ve reforzada por el creciente proceso de urbanización, la aceleración y difusión de los flujos comunicacionales, la aparición y el fortalecimiento de la clase media, la participación de la mujer en el mercado de trabajo, la disminución de la edad promedio del venezolano y la industrialización de la fabricación de telas y la confección de ropa. Durante las décadas de 1920 a 1940 se produce una notable homogeneización en la vestimenta, especialmente la masculina urbana. Las fotografías de actos públicos, entre ellas las de las manifestaciones políticas de los años inmediatamente siguientes a 1936, recogen la imagen de multitudes de hombres de todas edades con saco, corbata y sombrero de pajilla. Más tarde, el sombrero desapareció casi totalmente del atuendo masculino y se reducirá mucho su presencia entre las mujeres. Posteriormente, y de un modo especial a partir de la década de 1960, acatando siempre los dictados de modas originadas en el exterior, se entra en un nuevo período. La homogeneización sigue presente, pero con una dicotomía entre numerosos individuos de las generaciones más jóvenes. Tanto hombres como mujeres, adoptan el «bluyín» y en algunos casos modas extremas y pasajeras, como la de los hippies y punks. Los individuos de más de 40 años suelen continuar utilizando la ropa que para ese momento se ha vuelto tradicional. La relativa similitud entre el vestido masculino y el femenino se había manifestado alrededor de 1930-1940 con la adopción por algunas mujeres del traje «sastre» -o tailleur- y culmina a partir de los años 1960 en el bluyín, verdadera prenda unisex. En las últimas décadas, la tendencia general en muchos países hacia una mayor informalidad en el vestir corriente, junto con la eliminación de algunas restricciones -de entrar en cines y restaurantes sin saco y corbata, etc- se ha unido en Venezuela al reconocimiento de que este es un país de clima tropical para que el saco y la corbata se vayan haciendo cada vez más raros en muchos medios, entre ellos el Universitario. Posiblemente, una de las maneras más sencillas de apreciar objetivamente la transformación externa sufrida por la universidad venezolana sea comparar una fotografía de un grupo de estudiantes de 1950 y la de un grupo actual. La competencia entre los fabricantes de ropa hecha ha conducido a una gran variedad de colores y detalles dentro de la uniformidad del estilo informal, dominado aún por el bluyín, así como en los estilos más tradicionales. Del mismo modo que las mujeres se aproximaron a la vestimenta masculina con el traje sastre, actualmente los hombres de las nuevas generaciones se acercan más a la variedad de colores propia de la vestimenta femenina. Mientras la diferencia entre los sexos disminuye, en lo que concierne al vestido, aumenta la existente entre las generaciones. Aunque con menor rigidez que en el pasado, se mantienen distinciones de vestimenta indicativas de los distintos niveles de clase social, pero se ha reducido mucho la diferencia entre el habitante urbano y el rural.

Autor: Isabel Aretz de Ramón y Rivera, Manuel Pérez Vila
Bibliografía directa: Aretz, Isabel. El traje del venezolano. Caracas: Monte Ávila, 1977; Barnola, Pedro Pablo. Páez en garrasí. Caracas: Fundación John Boulton, 1974; Cardona, Miguel. Temas de folklore venezolano. Caracas: Ministerio de Educación, 1964; Duarte, Carlos F. Historia del traje durante la época colonial venezolana. Caracas: Fundación Pampero, 1984.
Hemerografía: Cardona, Miguel. «Algunas características distintivas de la indumentaria popular en Venezuela». En: Boletín del lnstituto de Folklore. Caracas, núm. 3, abril, 1963.
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